miércoles, 14 de diciembre de 2016

Desde San Pedro Alejandrino


Te pienso tarde, como siempre, desde San Pedro Alejandrino en Santa Marta, como si supiese mi destino y comenzara a encomendarme al cielo para encontrar la paz más allá de la que gané para los pueblos americanos, la vida más allá del amor que me diste tú, mujer de fuego y terciopelo, y más allá del tiempo que me ha condenado al olvido después de haber sido el Aníbal del Nuevo Mundo.

Se ha escondido de mí la gloria de aquel tiempo libertario, mi Manuela de Quito y de América, se ha escondido en los bargueños del Palacio de San Carlos o en los jardines de la Quinta Portocarrero donde tantas veces te hice mía, y donde fui tuyo sin recelo, donde pululaban las mariposas y flotaban las miradas cómplices tras las cortinas y sobre los mapas de campaña.

Y es que yo, Manuela de mi alma y de mis brazos, ¡yo, libertador de seis naciones!, me rendí a tus labios carmesí como los grandes imperios aborígenes americanos se rindieron ante un puñado de brillantes yelmos y caballos venidos del oriente. Yo, ¡comandante de mil ejércitos!, me entregué a tus encantos como un niño se entrega a los mantas de vicuña en medio del crudo invierno de Los Andes en los que naciste, sin saber que el tiempo está recrudeciendo por fuera del abrigo.

Y aquí me hallo, mi Manuela de ayer y de siempre, sin poder moverme de esta cama que aprisiona no solo el cuerpo sino también los latidos de mi pecho, que se ahogan por los recuerdos de tu cabello negro como la noche caraqueña y de tu blanca piel como la fina nieve del Chimborazo. Las sábanas de algodón, que hoy son mis barrotes, las he convertido en el lienzo para abandonar victorias y derrotas, para dejar ir a Colombia y dejarte ir a ti bailando minuet, como en casa de los Larrea el día que te conocí por vez primera.

¿Y es que sabes, mi Manuela de nobleza y pueblo llano?, aunque Teresita se quedó con mis promesas y mis votos para siempre, fuiste tú quien se quedó con mis silencios y sinfonías, con mis calmas y tempestades, con esos sinsentidos que un día nos llevaban al Caribe para admirar sus plácidas aguas turquesas, y al otro nos hundían en el Atlántico para no olvidar que somos hijos de Prometeo y no de Poseidón.

¡Ah, mi Manuela de montaña y de sabana!, cuánto faltan esos mares turbulentos en lo que navegamos juntos de la mano y sin rumbo fijo, pero con la certeza de una grandeza que nos esperaba al otro lado de la historia, como Colón cruzando el mundo para darle nombre a esta patria que ayer liberamos juntos. Quizá por eso he venido a morir en Santa Marta, porque el clima me recuerda la calidez de tus miradas y el viento de la costa me lleva de regreso a esos instantes en que me ensordecía tu respiración agitada al amarnos por la noche, o al correr finalmente libres por América.

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