
Tardé poco en arreglarme para salir esa noche, me puse encima una camisa que no había usado en mucho tiempo, estrenando un corte de cabello que mi prima, que también tiene vocación de estilista, me obligó a hacerme un par de días antes. El camino fue tortuoso, y no por el camino sino por las ganas de llorar que me embargaban al intentar conocer a alguien nuevo; no estaba listo, no en ese momento, y me repetía que no debí permitir que me obligasen a pagar un favor con algo así. Varias veces revisé la fotografía que llevo en mi teléfono, no la de mi cita, sino la del hombre que me había enamorado sin proponérselo, y recordaba las veces que nos vimos en el mismo lugar al que iba ahora, las mismas calles, el mismo cielo, pero esta vez sin las ganas.