martes, 4 de octubre de 2016

¿Me sientan mejor estas arrugas, Simón?


¿Me sientan mejor estas arrugas, Simón?, ¿estas abruptas quebradas que se ciernen de a poco y sin piedad sobre la piel de porcelana que un día amaste tanto? Me miro al espejo de cristal de roca que me regalaste después de que salvé tu vida en Santafe, lo único que pude traer conmigo a este lugar olvidado del mundo, y parece que las marcas del tiempo se ven menos duras por fuera de lo que se aprecian desde el alma atormentada de la mujer que fui, valiente en la guerra, decidida en la adversidad y complaciente en el amor.

Me reflejo en la fuente de plata que me regaló Garibaldi cuando pasó a visitarme hace unos meses, y encuentro que las arrugas me sientan mejor que el hambre de patriotismo dejada por este destierro que me han impuesto, tan lejos y a la vez tan cerca de mi patria, de su corazón y probablemente de su historia. Me lucen, Simón, mejor que los delicados vestidos de algodón y seda francesa, brillando a la luz de las velas mientras bailábamos un vals en los salones del Palacio de San Carlos, y todas las mujeres de la Nueva Granada me envidiaban el estar tan cerca de tu condecorado pecho.

¿Será acaso que me sienta mejor esta soledad, Simón?, pues a veces me parece placentera frente a la lisonjera venia de las mujeres más refinadas de Santafe, Caracas o Quito, que tras sus sonrisas falsas me llamaban ilegítima, concubina y prostituta, sólo porque fui hija del amor y no de la ley, porque me revelé ante la imposición de un futuro triste junto al hombre que aborrecía, o porque me enamoré de un general libre pero de palabra, que respetó hasta el final de sus días la promesa de no volver a casarse que le hizo a su difunta esposa.

Cierro los ojos y recuerdo la condecoración del Sol de Perú engalanando mi vestido blanco con la cinta albiroja, y también aquellos uniformes militares, tan masculinos para mi cuerpo voluptuoso de mujer en celo y enamorada, pero que portaba con gallardía en las altas cumbres de los Andes y los valles de la costa del Pacífico, buscando la libertad de nuestros pueblos. Y recuerdo también, Simón, el besamanos de aquellos oficiales y soldados que apenas salían de mi presencia inventaban chismes, cual matronas sin oficio, sobre mi vida sexual entre las sábanas blancas de una cama que por años compartí con el hombre que liberó América.

Miro alrededor, a las esquinas de esta pequeñísima cabaña en la playa de Paita, paupérrima pero que alberga conmigo los recuerdos de los más exquisitos muebles tapizados sobre los que saltaba cuando niña en la casa de mi padre en Quito, de los más hermosos gobelinos que admiré en los palacios de Lima, con escenas tan románticas que empalagarían hasta a la misma Afrodita, o de las vaporosas cortinas que nos cubrían de los ojos del mundo cuando estábamos juntos en Santafe, Simón.

Miro todo y me siento sola, me siento sola y estoy vieja pero no de edad, sino de recuerdos que absorben los últimos años de la mujer adulta y decidida que te enamoró desde un balcón en Quito. Y si por las noches me repito entre sueños que no has muerto, que no has abandonado a Colombia ni me has abandonado a mí, al clarear el cielo me convenzo de que estás más lejos que Panamá, las Antillas y este turbulento océano de inseguridad en el que me dejaste para exhalar, sola, mi último suspiro.

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