Y entonces pude vomitar mi existencia, los sueños que tanto
mal le hacían al pecho, esos que me habían empalagado por tanto tiempo. Yacían
allí, regados por el piso, desagradables y encantadores a la vez, como él.
Mirarlos era como contemplar lo absurdo de la vida, pero de lo que todos
queremos llenar el estómago del alma.
¿Cómo puedo simplemente sentarme y contemplar tal desastre?,
me pregunto una y otra vez sin concentrarme en la verdadera pregunta que debo
hacerme: ¿cómo pude haber dejado que esto vuelva a suceder? Y es que sabía bien
lo que sucedería, y sin embargo decidí atiborrarme de sus encantos de poeta con
nombre de ópera, de su bien condimentado humor negro, de su cabello enmarañado,
de sus labios gruesos, de sus ojos tristes… ¡ah, sus ojos tristes!, los más
bellos del mundo…
Si, ahora me doy cuenta que era una receta perfecta, y como
todo aquello que es sublime en el mundo, no es para comunes mortales como yo.
Esos privilegios están reservados para otros seres, los que también son receta
perfecta. Iluso aquel que piense lo contrario, iluso yo que no quise verlo, que
debí terminar sacándolo de mi pecho.
¿Y el vómito?, bueno, sigo contemplándolo, quizá esperando a
que desaparezca por sí solo, quizá esperando a que solo sea un mal sueño y al
despertar aún sienta todo eso dentro de mí. Suena asqueroso, lo sé, pero el
amor es asqueroso per se.
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